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Diego se dispuso a esperar la muerte. Sentado en su apolillado sofá de mohair, el anciano rememoraba su vida, que estaba siendo más larga de lo que él hubiese querido. Ahora a sus ciento ocho años, lo médicos decían que su caso era un milagro, y los periodistas lo llamaban para hacerle un reportaje por ser el abuelo de España. Diego bufó ante tanta tontería. Su cuerpo débil y marchito se negaba tozudamente a morir, no había porqué celebrar eso. Había sobrevivido a dos guerras, dos esposas, un infarto, y en los últimos años a tres intentos de suicidio, con los que sólo había conseguido unas costillas rotas y el sobrenombre de “viejo chiflado” en todo el vecindario. Él no quiso ser tan anciano, siempre creyó que su deber era morir en la guerra.

Otra vez volvió a verse a sí mismo cruzando el río en una barcaza, aquella noche de julio de 1.938. A la escasa luz de una luna decreciente, que parecía no querer traicionar el sigiloso paso del río, él y sus compañeros seguían al general Yagüe hacia la victoria o la muerte. Diego siempre se lamentó de que en la batalla del Ebro no hallara ninguna de las dos. Para él la guerra terminó en septiembre de ese año, cuando un bombardero alemán acabó de un plumazo con la vida de sus compañeros, y casi con la suya propia. Sus heridas debían haberlo matado, pero sólo le dejaron una enorme cicatriz, que aun mucho después de sanar siempre dolía. Vencido, herido y perseguido, terminó exiliándose a Francia lejos de su familia, de su partido y de su patria. La primera gran decepción de su vida a la que seguirían muchas otras.

Diego se removió, incómodo en el sofá ante ese recuerdo, y la vieja herida dolió otra vez, como antaño, sobre todo cuando hacía frío. Abrió los ojos un poco, lo justo para ver llover a través de la ventana. “Ojalá nieve este invierno”, pensó melancólico. Pero en Madrid no nevaba a menudo. Siempre le había gustado la nieve, le recordaba a los dulces años de su niñez, cuando el invierno se apoderaba del mundo y dejaba tras de sí un paraíso blanco, donde podía perderse y jugar. No le hubiese importado vivir eternamente si hubiese podido ser siempre un niño, despreocupado y feliz, pero la vida en las condiciones en las que la había vivido se le hacía insoportable y terriblemente pesada. “Debí haber muerto allí, en la batalla, con mis compañeros” se dijo por enésima vez. Después de eso, su vida había sido un calvario, y nunca había vuelto a conocer la felicidad, salvo una vez, y por un tiempo demasiado breve.

Se llamaba Catherine, y fue lo único bueno que encontró en Francia. La conoció en la primavera de 1.939, mientras el mundo disfrutaba del descanso entre dos guerras. Ella llevaba un ramo de rosas, y un vestido azul, y al verla por primera vez, Diego supo que la amaría para siempre. Se respiraba una paz forzada, latente, y todos se preparaban para afrontar el que sería el mayor conflicto de la historia. Seguramente por eso, en aquellos tiempos la gente actuaba como si el mundo fuese a acabar al día siguiente, y ellos no fueron una excepción. Se casaron en las postrimerías de ese verano, cuatro meses después de conocerse, y sólo un mes antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Un año más tarde el país ya había caído, pero la Francia de Vichy no era lo que Diego había esperado. Él ya había perdido su patria a causa de los fascistas, y no deseaba que la tierra de su esposa y su futuro hijo sufriera el mismo destino. Catherine estaba embarazada, y por eso él le prohibió participar en la Résistance como ella habría querido. Pero él la amaba demasiado, y deseaba sobre todo ver nacer a su hijo. Ironías del destino, no fue la peligrosa vida en la resistencia lo que acabó con ella, sino una imparable hemorragia por parir a un hijo que también se negó a quedarse en este mundo. Se hubiese llamado Manuel, como su abuelo, pero fue enterrado sin nombre.

Su primera impresión había sido acertada: toda su vida estuvo enamorado sin remedio de aquella mujer que lo había abandonado tan pronto. Incluso ahora, en la vejez de sus días, Diego se estremecía al recordar el contacto de aquellos labios contra los suyos, mientras un escalofrío de sensualidad recorría su espina dorsal. Pero la verdad es que ninguna mujer le había vuelto a producir las sensaciones que Catherine le producía: la más infinita ternura, el deseo más visceral. Ninguna. Ni las mujeres que calentaron su cama durante su época de maqui en los bosques de Francia, ni las que alegraron sus noches en la euforia que siguió al final de la Gran Guerra. Ni siquiera Inga, su segunda esposa, a la que juró amar y por la tuvo que violar un juramento por primera vez en su vida, porque nunca consiguió hacerlo.

En marzo de 1.946, Diego se dio cuenta de que el mundo conocía la primera primavera de paz desde que él conociera a Catherine, y aquel París tranquilo y lleno de flores le recordaba demasiado a la mujer con la que hubiese deseado envejecer. Huyó a la Unión Soviética, en busca de una vida que ya no podría tener en los dos países que tanto había amado, y volvió a ejercer la arquitectura, su profesión de juventud. Se instaló en Leningrado y contribuyó activamente a la reconstrucción de la ciudad. Se casó con Inga sólo porque ella le amaba y porque él estaba enfermo de soledad. Ella le dio dos hijos, Alexandr y Yegor, que ayudaron a apagar su melancolía a medida que crecían y se parecían cada vez más a su padre. Además, Diego se reencontró en Rusia con los inviernos nevados de su niñez, y aunque no volvió a ser completamente feliz, vivió una época de paz con la que nunca había soñado.

Pero al final, la Unión Soviética fue otra decepción para él, pues no era el perfecto país socialista que él había soñado. Demasiadas injusticias y miserias tuvo que ver para darse cuenta de eso. Y allí fuera, el mundo cambiaba rápidamente, aunque Diego apenas se percató, encerrado como estaba en sus amados inviernos blancos. Aires nuevos llegaban incluso desde España, que evolucionaba para dejar de ser ese país de luces y sombras, victoriosos y vencidos. Pero él no quería dejar Leningrado, no al menos hasta que Inga muriera, había jurado que se mantendría a su lado, y al menos ese juramento tenía que cumplirlo.

A las puertas de su novena década llegó a España de nuevo, y se encontró con una tierra que ya no entendía. Sus hijos, jóvenes y frívolos, se entregaron rápidamente a la comodidad del capitalismo, y la calidez del clima y las mujeres, perdidos en las noches madrileñas. Diego, compró un piso y se asentó, como un anciano más de clase media, mientras la televisión le contaba lo que pasaba a su alrededor. Aquí los inviernos no eran muy fríos, y aunque su cuerpo cansado lo agradeció, su corazón ansiaba ver nevar otra vez.

Abrió los ojos de nuevo y los enfocó en la repisa que había sobre la televisión. Allí expuestos, estaban los recuerdos de su vida: los rostros de sus hijos, la puerta de su casa en Leningrado, Inga sonriendo tímida, todos enmarcados en plata. Diego lamentaba profundamente no conservar fotografías de sus padres, de sus hermanos, de Catherine, aunque sus rostros nunca se borrarían de su mente. Volvió a mirar las fotografías de su hijos, jóvenes y sonrientes. Los había visto crecer, madurar, envejecer. Sus ojos se humedecieron mientras pensaba en el cáncer que se había llevado a Alexandr, y en la esperanza que se había llevado a Yegor, que pensaba que tras la caída de la Unión Soviética encontraría una nueva Rusia. Nunca volvió ver a ninguno de los dos.

Así se quedó solo al fin, ya cumplidos los cien años, acompañado solamente por los fantasmas de un pasado que recordaba demasiado vívidamente. Fue entonces cuando intentó suicidarse, una y otra vez, pero ni las alturas ni los venenos parecían tener demasiado efecto en él. Por eso al final, ya rendido se había sentado a esperar la muerte, una muerte testaruda que se negaba a acudir a él, aunque la llamara insistentemente. Se había propuesto no volver a levantarse de su viejo sofá, no volver a beber, no volver a comer, no volver a caminar. Sólo esperar, pacientemente. Tenía todo el tiempo del mundo.

Y así estuvo mucho tiempo, inmóvil, con los ojos cerrados, escuchando gracias a la radio el susurro de los días pasar lentamente a través de él. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Pero Diego no se levantaba de su sofá, decidido a ser más testarudo que la misma muerte. No supo exactamente cuanto tiempo estuvo así, hasta que finalmente tuvo una extraña sensación, como si se hundiera y se elevara al mismo tiempo, y mientras su cuerpo caía laxo en el sofá, su espíritu se levantó, mirando hacia su maltrecho cadáver. No se sobresaltó en absoluto al ver una oscura figura cerniéndose sobre él. Se volvió y se encontró cara a cara con la Muerte, que le miraba fijamente con sus cuencas sin ojos. Un millón de preguntas y recriminaciones se agolparon en su mente, intentando reclamar la injusticia de tener que vivir tanto, cuando él no lo había deseado. La Muerte lo miró, y puso una descarnado mano sobre su hombro.

—Perdona que no haya llegado antes —le dijo con su voz de ultratumba—. Un error burocrático.

—¿Un error burocrático?

La Muerte asintió y se encogió ligeramente de hombros.

—Esas cosas pasan.

Diego negó con la cabeza incrédulo. Miró por la ventana y se sorprendió al ver que estaba nevando. Una sonrisa fue dibujándose poca a poco en sus labios, mientras pensaba que quizá ese era el momento perfecto para morir. Había cumplido su deseo de ver nevar por última vez. Sin apartar la vista de la ventana dijo:

—Más vale tarde que nunca.

Aun estaba sonriendo cuando siguió a la Muerte hacia su último destino.

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Este relato lo escribí como ejercicio para el taller de Fuentetajaliteraria, que mucho me ha enseñado, ¡que sería yo sin ellos! La premisa era escribir un cuento con un final inesperado, ccon un giro sorprendente, pero que no fuera incoherente ni surrealista. Dice mi profesora, Mi catalina querida, que lo conseguí. Lo escribí en uno de eseo momenteos que te sientas ante el teclado y las manos se mueven solas, ni siquiera sabía lo que estaba escribiendo, sino que fui descubriendo la historia a medida que la escribía, y sinetiendo que todo encajaba como las piezas de un puzzle. A ver que me dicen ustedes.

Un buen hombre

Me llamo José, José a secas por el momento. Soy un buen hombre, de verdad que lo soy. Amo a mi mujer, cuido de mis hijos. Trabajo de sol a sol para pagar las facturas, la hipoteca, el colegio de los niños. Todo el mundo dice que soy un buen padre, mis hijos me adoran. El mayor tiene ocho años, el pequeño tiene cinco. Llevo sus fotografías en la cartera. Se parecen a mí. O al menos eso dice mi madre, porque nunca he visto fotografías de cuando era niño. En aquella época las cámaras fotográficas eran algo que sólo tenían las familias adineradas, y la mía nunca lo fue. Y sigue sin serlo.

A veces pienso que nací para perpetuar la vida que mi padre tuvo. Él era albañil, como yo lo soy ahora. Él era muy pobre, igual que yo. También pienso que si no pongo remedio mis hijos continuarán mi vida, mi mediocre vida, y serán pobres y miserables, como su padre y su abuelo antes que ellos. Por eso les pago un colegio privado, porque tengo la esperanza de que hagan algo con su vida, que estudien carrera, que sean médicos, o abogados o arquitectos, como el capullo de mi jefe. O de mi ex- jefe, mejor dicho. Pero todavía no me acostumbro a esto. Diez años trabajando para él y ahora me echa sin darme siquiera las gracias. Expediente de regulación de empleo. Llevo meses oyendo esas palabras en las noticias, pero nunca pensé que me las dijeran a mí. Expediente de regulación de empleo, y mi vida se va a la mierda.

Puta crisis de los cojones. Explotó la burbuja del ladrillo. Todos sabíamos que este día llegaría. Pero cuando llega, me cago en la puta, cuando llega no te lo puedes ni creer. ¿Y ahora cómo pago las facturas, la hipoteca, el colegio de los niños? Con el subsidio del paro sólo nos da para comer, y encima quieren que les des las gracias.

Mis hijos lloraron cuando su madre les dijo que tendrían que cambiarse de colegio. Ya los ha matriculado en la escuela del barrio. Debían empezar el mes que viene, porque no tenemos dinero para que al menos terminen el curso. El colegio del barrio no es muy bueno. No vivimos precisamente en la mejor zona de la ciudad. Mucha droga, mucha delincuencia. Por eso mandamos a los niños a otro colegio. Nada bueno les pasará en la escuela del barrio. Si los dejara ir, terminarían dejando los estudios, frecuentando malas compañías, traficando con drogas. Mi mujer también lloró, pero eso los niños no lo vieron. Yo estoy llorando ahora, aunque no hay nadie aquí para verlo.

Quizá hay otra solución, pero yo no veo ninguna honrada. Ahora está muy de moda eso de robar. A la vecina de enfrente un hombre le robó las bolsas con la compra a la salida del supermercado. Lo siento señora, le dijo el tipo, son para alimentar a mis hijos. Yo podría hacer lo mismo, pero soy un buen hombre, un hombre honrado y no un ladrón.

Sigo llorando ahora, pero estoy más tranquilo. Esto es lo que tengo que hacer. Soy un buen padre. Un buen marido. No voy a ver a mi mujer pasando penurias, ni a mis hijos convertirse en una segunda edición de su padre, pobre y mediocre. No, eso no.

Miro a mi alrededor. Hay mucho silencio, aunque hace un momento los niños lloraban y mi mujer gritaba histérica. Ahora los tres yacen muertos en el suelo y el olor de la sangre impregna el aire. La escopeta es muy pesada. O será que estoy muy cansado. Haré lo que tenga que hacer, pero lo haré como un hombre. Dejo de llorar mientras dirijo el cañón a mi boca. Y disparo.


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Una entradita rápida, que me voy a trabajar

Flaca memoria

“¿Te acuerdas de mí?” Dice con carita de viciosa. “No muñeca, no me acuerdo” Contesto, haciendo menos caso a sus palabras que a su cuerpo, que cabalgaba sobre el mío. “¿Seguro que no te acuerdas?” Niego con la cabeza. “Ni falta que hace” Es la respuesta que me trago. ¿Por qué iba a acordarme yo de una puta de 40 euros? Cierro los ojos para concentrarme en las sensaciones que esta chica me vende, mi primera mujer en quince años. “Pues deberías”, es lo último que oigo. Apenas tengo tiempo de abrirlos antes de que me clave un cuchillo en la garganta.

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Este relato como hice como ejercicio de sintaxis. A ver si le pillan el truco 😉

EL GITANO:

Toda mi vida cambió desde el día que le conocí, un día tan soleado y hermoso como se pueda desear, mientras iba caminando, no por mi ruta habitual, sino por otro camino, hacia la escuela, ese antro detestable que me encerraba cada mañana, desde la hora del desayuno hasta bien pasada la del almuerzo, porque esa semana los operarios del ayuntamiento estaban haciendo obras en la carretera principal, pues las recientes lluvias, que habían sido muy copiosas, habían hecho reventar una tubería y toda la calle se había llenado de porquería, así que desviado del camino que estaba acostumbrado a tomar cada día, me veía obligado a atravesar un sórdido polígono industrial y un descampado lleno de escombros, donde unos gitanos vivían en eso que ellos llaman hogar y los demás llamamos chabolas, aunque como siempre caminaba acompañado de Andresito, un vecino un tanto retrasado con el que me veía obligado a hacer buenas migas para que mi madre pudiera congraciarse con su madre, la Merceditas, la casera del cuartucho donde ella y yo malvivíamos después de que mi padre nos abandonara, sobreviviendo gracias a la destreza de mi madre con las agujas, a mi sorprendente habilidad para comer menos cada día, y seguir creciendo a pesar de todo, y a las perrillas que me ganaba después del colegio trabajando como recadero en la tienda de fiambres de mi barrio, que abría a las diez de la mañana cada día religiosamente, aunque yo no llegaba hasta las cuatro, cuando las clases terminaban, porque, aun sabiendo que podría ganar casi el doble si trabajara en la tienda a jornada completa, mi madre se negaba a que abandonara el colegio, pues quería que terminara mis estudios que me convirtiera “en un hombre de provecho y no en un desgraciado como tu padre”, aunque yo juraba y perjuraba que no me gustaba estudiar, y mis profesores juraban y perjuraban que como estudiante no tenía ningún futuro, mi madre hacía oídos sordos a todos y me obligaba a ir al colegio cada día, acompañando a Andresito, que como siempre miraba a su alrededor como embobado, como si cada día el camino fuera nuevo para él, aunque lo recorriéramos cada día desde hace tres años, aunque ahora que lo pienso, en su defensa he de añadir que estos días sí que cogíamos un nuevo camino, desde las lluvias de hace cuatro días, y el primer día yo también lo recorría mirando a mi alrededor con cara de susto, mi madre siempre me decía que no había que acercarse a los gitanos y sus chabolas me impresionaron vívidamente la primera vez que las vi, así que caminaba rápido pensando que en cualquier momento uno de esos terribles gitanos con mirada de fuego y manos de acero saldría de una de esas casuchas para robarme el desayuno, lo único valioso que llevaba en la cartera, y por el que habría estado dispuesto a luchar como un león, pero en realidad, los gitanos con lo que me topé me miraron con desinterés, y a buen seguro que pensaban que no éramos más que una pareja de tontos, los dos caminando raudos y asustados, con la boca muy abierta y los ojos más abiertos aún, y que no valía la pena ni siquiera intentar asustarnos, así que fui cogiendo confianza en mí mismo, y ese día, el cuarto desde que empezamos a coger la nueva ruta, ya no le temía a los gitanos, o eso creía yo, porque esa mañana, al ver a uno de ellos avanzar directamente hacia nosotros, con su cabello negro y sucio suelto al viento y sus increíbles ojos verdes refulgiendo intensamente y haciendo resaltar aún más su morena piel, pensé que me mearía en los calzones, me paré, dudando si dar la vuelta y echar a correr, pero el miedo me paralizó y no podía dejar de mirar los ojos del gitano, que cada vez se dibujaban más nítidamente a medida que él se acercaba a nosotros, a mí, a punto de cambiar mi vida para siempre, porque si lo llego a saber, seguro que hubiera corrido como alma que lleva el diablo sin siquiera mirar atrás, y así quizá hubiera podido evitar todos los problemas que ese gitano me ha ocasionado a lo largo de estos años, pero como no lo sabía me quedé allí quieto, esperando una amenaza o la fugaz visión de una navaja, creo que incluso cerré los ojos, olvidando por completa a Andresito, que se había parado a mi lado y estaba allí, con sus perenne cara de bobo mirando sin comprender, hasta que el gitano se paró frente a nosotros finalmente, y todo fue distinto a como yo lo había imaginado, no hubo amenazas con voz áspera, no hubo cuchillos ni violencia, su voz era grave, profunda, muy suave, con un ligero acento del sur, y su sonrisa franca y abierta cuando me miró con esos increíbles ojos y me saludó.

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Una entradita rápida que me voy a trabajar.


“Me mentiste” Dijo la niña con voz chillona y estridente, gruesas lágrimas cayendo pesadas sobre sus rodillas. “Me dijiste que aquí podría ver a mi madre”. Suspiré enfadado conmigo mismo por haber hecho una vana promesa, mientras jugueteaba con una pluma que se había adherido a mi túnica. Tampoco es que fuera culpa mía, ¿cómo iba a saber yo que su madre estaría en el infierno?

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Ahí va otra de mis pequeñas obras. Este relato lo realicé para el taller Oghmios de Literatura Homoerótica.
Entré en clase a las ocho en punto como cada día, pero me sorprendió comprobar que no había nadie y que todos los pupitres estaban vacíos. Miré a mi alrededor atónito, buscando una explicación para la ausencia de mis compañeros. El timbre que marcaba el inicio de las clases sonó al tiempo que oía como la puerta del aula se cerraba detrás de mí. Me giré despacio, para encontrarme de frente con esos ojos que me roban el aliento cuatro horas a la semana. El tiempo se detuvo un instante, quedó suspendido en algún lugar de mi conciencia al ver como Carlos, mi maravilloso profesor de literatura, se acercaba a mí moviéndose de una manera sinuosa muy impropia en él.
—¿No ha llegado nadie? —preguntó mirándome con intensidad.
—No —dije con un hilo de voz.
Los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados y su morena piel quedaba expuesta. Quise acariciar el tibio vello de su torso y hundirme en el profundo olor que emanaba de él. Tragué saliva con dificultad mientras intentaba apartar mi mirada de su anhelante pecho.
—Bien, entonces tú y yo estamos solos —llegó hasta mí y acarició mi rostro con infinita ternura mientras su perfume me invadía—; voy a tener que darte una clase privada.
—¿De literatura? —pregunté muy nervioso.
Una curiosa sonrisa se insinuó en sus labios.
—No, de eso no —dijo mientras acercaba sus labios a los míos en un camino lento, pero inexorable.
Dejé que me atrapara en su beso y en su olor. Hundí mis manos en su sedoso cabello mientras él introducía sus dedos, como trémulos tentáculos, por el interior de mi camisa. El contacto de sus manos contra mi piel me hizo gemir.
—Carlos —jadeé cautivado por su contacto.
—Mi precioso niño —dijo a su vez con los labios hundidos en mi cuello, mordisqueando mi piel, haciéndome enloquecer con las palabras que deseaba escuchar—, siempre te he deseado…
Llevé mis manos a su camisa y la desabotoné con ansia, sólo para poder hundir mi nariz en su pecho y aspirar el profundo perfume de su virilidad. Carlos era tan hombre, tan guapo, tan fuerte, y yo lo deseaba tanto.
Me elevó, cargándome por debajo de las axilas, hasta dejarme sentado en la alta mesa desde donde nos daba clase. Sentí bajo mi piel la fría madera pulida y sólo entonces me di cuenta de que toda mi ropa había desaparecido. Me estremecí. Entre besos, Carlos me miraba lleno de pasión.
—Eres tan hermoso, mi dulce niño —sus palabras acariciaban mis sentidos— tan hermoso…
Un gemido entrecortado escapó de mi garganta mientras el deseo fluía imparable por mis venas. No sentía vergüenza sino ardor, un ardor incontrolable que me hacía querer revolcarme con él como un perro en celo. Le atraje hacía mí, sumergido por completo en esta realidad sin pudor, rodeando su cintura con mis piernas hasta que nuestros miembros se rozaron deliciosamente. Me restregué contra él en un intento de aplacar esa ansiedad que me corroía por dentro, mientras con mis manos descorría los cierres de su cinturón. Sus pantalones cayeron, derramándose por sus piernas al tiempo que quedaba a la vista su tibia y palpitante carne. Le toqué, ansioso de sentir su fuerza bajo mis manos, deseando entregarme a él con cada fibra de mi ser. Insinuante, me tumbé sobre la mesa invitándole a acercarse más, mientras se mantenía entre mis piernas, acariciando mi cuerpo con avidez y mirándome con deseo.
—Mi pequeño, mi hermoso pequeño —sus labios pronunciaron las palabras sin moverse, mientras sus manos tanteaban hambrientas mi entrepierna.
Abrí las piernas, entregado por completo a él, mientras sentía cómo su hombría se adentraba en mí, llenando mis entrañas con calor y placer. Carlos dentro de mí, abrasándome, mientras agarraba mis caderas con sus manos, apresando mi carne entre sus dedos hasta hacerme sentir un agradable dolor. Me apreté contra él para hacer la penetración más intensa y él incrementó el ritmo de sus embestidas. Mi cuerpo se estremecía sin ningún control mientras clamaba por el desahogo del orgasmo y Carlos, que no apartaba sus ojos de los míos, jadeaba con cada furiosa embestida. El mundo a mi alrededor pareció desaparecer mientras me corría, o quizá era yo el que se desvanecía: ya no sentía la dureza de la mesa debajo de mí, ni a Carlos en mi interior. Cerré los ojos, confuso, mientras intentaba recuperar el control de mi cuerpo y de mi mente. Un insidioso zumbido comenzó a sonar más allá de los límites de mi conciencia. Me sentía desorientado, ¿era el timbre que marcaba el final de la clase? Volví a abrir los ojos, pero Carlos no estaba allí. Ni él, ni la clase, ni los pupitres. Me giré confuso y me encontré en mi propia cama. Alargué el brazo y apagué el despertador con un manotazo, al tiempo que caía dolorosamente en mi propia realidad. Eran las siete de la mañana y tenía que vestirme para ir a clase. Pensé, apesadumbrado mientras me ruborizaba, que a primera hora tendría literatura. Me senté en la cama y aparté la manta, sólo para encontrarme completamente manchado: mi semen se había derramado en mi pijama y entre la ropa de cama.
—Mierda —mascullé—, encima voy a tener que cambiar las sábanas.
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2

I
—¿Enfermera? ¿Está usted ahí? ¿Enfermera?
—Aquí estoy —una voz tranquilizadora me envolvió mientras sentía una tibia mano que se deslizaba por mi frente—. Voy a ponerte el termómetro.
—Sí —dije—, creo que tengo fiebre. Siento escalofríos.
Sentí una pequeña intrusión en mi oído y un pitido.
—Tienes razón, treinta y ocho y medio.
Asentí levemente.
—Sí —casi un susurro—, siempre siento escalofríos cuando tengo fiebre.
Oí cómo la enfermera salía de la habitación, con sus pesados zuecos de madera resonando sobre el mármol. Cerré los ojos e intenté descansar, pero me sentía muy mal y la tiritona estaba haciendo presa de mí. Mi compañero de habitación tarareaba una vieja tonada. Era un hombre muy anciano, que tenía una voz grave y seca.
—Tomás, Tomás —el hombre dejó de tararear, pero no me contestó—. Tomás, ¿qué canción era esa?
—¿Te gusta, eh? —preguntó él a su vez.
—Sí —admití—, es muy bonita.
—Es la canción de Casablanca, ya sabes: “Tócala otra vez, Sam” —dijo esto último poniendo una voz muy varonil—. Sabes ¿no?
—No, no he visto Casablanca.
—¿Qué no has visto…? Bah, claro, en tu situación no me sorprende. Aaah —suspiró melancólico—, es la mejor historia de amor que jamás se haya contado.
—¿Mejor que Romeo y Julieta?
—¿Cuál?
—Sí, hombre —insistí—. Romeo y Julieta, de Shakespeare.
—No lo sé, no he visto esa película.
Definitivamente, Tomás y yo no tenemos los mismos intereses. Oí de nuevo los pasos rítmicos de la enfermera avanzando por el pasillo.
—Esa chica es muy guapa.
—¿Quién? ¿La enfermera?
—Sí, con ella me hacía yo un Casablanca y un Lo que el viento se llevó si hiciera falta. No espero que tú lo entiendas —añadió muy serio—, no quiero ofender, pero eres tan…
—¿Joven? —intenté terminar su frase, pero la llegada de la enfermera nos interrumpió.
—Aquí estoy de nuevo —otra vez esa voz, que me calma como un bálsamo y ese olor a moras. La chica tomó mi mano y empezó a manipular la vía—. Esta medicación hará que te baje la fiebre, ¿de acuerdo?
Asentí sumiso. Puede que yo no entienda de esas cosas, pero en realidad yo también pienso que es muy hermosa.
Llevo ya casi un mes ingresado. Yo, que odio los hospitales a morir. Vaya, qué frase tan irónica, porque para eso estoy aquí, para morir. Y si los odio es porque en el pasado los he sufrido más tiempo del que soy capaz de recordar. El olor de los antibióticos y de las heridas infectadas, los ruidos de los monitores, los médicos paternalistas y las enfermeras antipáticas. Pero esta vez quiero que sea diferente. Ya tengo veinte años, y sé que no llegaré a los veintiuno, nada de paternalismos por favor. Por lo menos eso fue lo que le dije a mi médico la primera vez que vino a verme: «Dígame la verdad doctor Ojeda, que ya somos mayorcitos, y yo, créame doctor, soy capaz de ver la verdad mejor que nadie». Eso le hizo reír, y ahora resulta que le caigo bien. Por eso creo detectar un tono de desesperación cada vez que habla conmigo, cada vez que me dice que ese tumor inoperable que tengo crece más y más, y que incluso con el tratamiento paliativo avanza más rápido de lo que era de esperar. O tal vez no sea porque le caigo bien, sino porque soy joven y él tiene un hijo de mi edad, y porque al fin y al cabo, si yo mismo no fuera yo mismo, también me tendría pena. Pero resulta que no tengo ganas de auto compadecerme, quizá sólo porque soy un testarudo y nunca hago lo que se supone que debo hacer, o quizá porque tengo ganas de disfrutar estos pequeños momentos que me quedan y no perder el tiempo con ese estúpido duelo, que según la psicóloga que viene a verme tengo que pasar.
—La primera fase es la negación —me dice.
—Qué negación ni que ocho cuartos, si me tengo que morir pues me muero, para que negar lo evidente. Lo que pasa es que me cabrea.
—Ah claro, tú ya has pasado a la segunda fase —y añade son voz de interesante—. La ira.
—Mire señorita, la única ira que yo tengo es la que usted me provoca con tanta tontería.
Desde entonces la psicóloga viene a verme con menos asiduidad, y creo yo que es un poco más antipática conmigo.
—Hola cariño, ¿cómo estás? —mi madre, siempre tan solícita, que viene a verme cada martes y cada jueves. El resto de los días tiene clases de pádel. Siempre pienso que es una pena que sus clases no sean diarias—. Te he traído bombones, de esos con avellanas, que te gustan tanto.
—No tenías que molestarte, mamá.
—Sí, ya lo sé hijo, pero deja que te mime un poco —y planta un sonoro beso en mi mejilla. A buen seguro que me ha manchado de carmín.
Suspiro pesadamente, y no digo nada más. Cada cual descarga su conciencia como puede, y mi madre tiene mucha mala conciencia que descargar. Mientras, ella mariposea por la habitación quejándose de todo lo que ve.
—Esta habitación es una porquería. De hecho, este hospital es una porquería. Podrías estar en la clínica hijo, que para eso pagamos el seguro.
Mi madre parlotea nerviosa, mientras pasa revista a mis cosas como un coronel a sus tropas.
—Prefiero la pública mamá, que para eso pago mis impuestos.
—Sigo pensando que es una tontería hijo, pero haz lo que quieras.
Oigo pasos de zuecos de madera viniendo hacia mi habitación.
—Con permiso. —Mi enfermera entra despacito, quizá intimidada por mi madre y su actitud francamente hostil ante todo el personal de la sanidad pública. Así es mi madre, toda encanto—. Es la hora de tu medicación.
Su mano se apoya en mi brazo con suavidad, y me estremezco, aunque sé que es sólo para abrir la vía.
—No mamá, hay cosas que uno no encuentra en una clínica privada.

II

Me duele la cabeza y me zumban los oídos. No puedo dormir. Toco el timbre y espero lo que parece una eternidad. Hubiese llamado antes si ella hubiese estado esta noche, pero no le toca hasta mañana. Es irónico, me sé su horario de memoria cuando siempre he sido un despistado incapaz de recordar ni las fechas de los cumpleaños. Mi profesor de latín decía que cada cual memorizaba más rápido lo que más le interesaba. Ese hombre era un sabio, y yo sin darme cuenta hasta ahora.
—¿Qué quieres? —pregunta una impertinente voz por el interfono.
—Me duele la cabeza —consigo musitar.
—¿Cómo?
Antes de que pueda contestar, oigo la voz de Tomás vociferando a mi lado.
—¡Que me estoy meando!
—Vale, vale. Ya voy.
Oigo a Tomás reír.
—Es que si no, no vienen más nunca.
Intento sonreírle, pero un acceso de náuseas me congela el gesto.
—Aguanta un poco niño, que ya vienen.
Duermo toda la noche, después de que me pongan un calmante, pero tengo pesadillas en las que parece que me ahogo y no puedo descansar. El nuevo día me encuentra con los párpados pegados y casi incapaz de moverme. Oigo el trajín de las mañanas, las enfermeras con sus carros de un lado a otro del pasillo, las auxiliares entrando y saliendo de las habitaciones, los médicos hablando gravemente en susurros. Deseo que se olviden de mí y que no vengan a bañarme ni a verme. Que me dejen en paz. Pero no tengo tanta suerte.
—Buenos días —aquí llega Margarita con su incombustible buen humor—. A bañarse guapito.
—Hoy no quiero bañarme —susurro.
—¿Cómo no vas a querer? —Margarita ya está enfrascada en la tarea de desnudarme, mientras oigo cómo su compañera llena una palangana con agua en el baño.
—Estoy tan cansado.
—¡Habráse visto! —exclama con indignación—. ¿Tú te lo puedes creer Lorena?
Es ella. Lorena, mi enfermera, que entra con sus pasitos de madera en la habitación. De repente soy consciente de mi desnudez y me siento indefenso, pensando que ella está de pie frente a mí y me está viendo en estas condiciones. Me ruborizo furiosamente.
—No seas mala con el chico, seguro que sí se quiere bañar y sólo está de broma, ¿verdad?
Asiento en silencio, ¿cómo llevarle la contraria? Ella parece contentarse con eso y se limita a ponerme la medicación.
—Me dijeron que pasaste mala noche. ¿Estás mejor? —esa voz tan dulce.
—Sí —le contesto.
«Ahora estoy en el cielo», pienso sublimado por el perfume que ella desprende. A moras, siempre huele a moras.

III

Han pasado dos semanas y me toca de nuevo revisión en el escáner, esa máquina odiosa en la que me siento atrapado y que emite unos zumbidos insoportables. Pero lo peor no es eso, lo peor es que sólo me da malas noticias.
—Esto es muy serio muchacho, no estoy bromeando —el doctor Ojeda parece muy triste hoy—. El tumor está avanzando muy rápido, a este paso…
—¿Cuánto tiempo? —pregunto fríamente. Jugar a hacerme el duro siempre ha sido uno de mis pasatiempos favoritos.
—Eso no lo sé, pero no mucho. Lo siento.
El doctor pone una mano en mi hombro y me da un suave apretón, antes de salir de la habitación.
—Ejem.
Mi compañero se revuelve incómodo en su cama.
—¿Sí, Tomas?
—Eso ha sido un buen trago.
—Sí, es verdad. Lo ha sido —admito suavemente. Lo que es cierto, es cierto.
—Que vida más puta. Con perdón.
—No lo perdono Tomás, que tiene usted toda la razón. Esta vida es una reputa.
El viejillo se ríe socarrón.
—Eso querría yo, pero aquí no me dejan traer una.
—Está hecho usted un Don Juan, siempre pensando en lo mismo.
—Hay que ponerle sal a la vida. Y las mujeres son lo más salado que conozco.
—Picantes Tomás, que son picantes.
—Como tú quieras muchacho, como si las prefieres más bien dulces, como la enfermerita esa —y se ríe con conocimiento—. Lo importante es tener una mujer al lado, para darle un sentido a la vida.
Un nudo de angustia se aposenta en la boca de mi estómago.
—Quizá es ya un poco tarde para eso, ¿no le parece? —le respondo agriamente.Tomás se queda callado. Creo que le he dado un buen corte. No era mi intención, pero no me disculpo. Hoy yo también estoy un poco triste. «Sí, me gustan más bien dulces», pienso para mí. «Me gustan las moras».
Lorena se pasea por la habitación, llenando el aire con su fragancia. Pero no está aquí para atenderme a mí, sino a Tomás. Siento cierta envidia.
—Y tú, ¿no estás casada?
—No Tomás, no lo estoy.
—Vaya, qué pena, una chica tan guapa. ¿Y novio, no tienes?
—No, no tengo. Date la vuelta.
—Pues no lo entiendo, si yo tuviera veinte años menos…
Ella se ríe, un sonido cristalino que me congela.
—Querrás decir cuarenta años menos.
—¿Qué pasa? ¿No te gustan maduritos?
Ella vuelve a reír, y yo siento que me derrito como un cubito de hielo.
—Porque si te gustan jovencitos, yo conozco a más de uno que…
Siento pánico de que Tomás se vaya de la lengua.
—Tomás, ¿cómo se llamaba aquella película? —interrumpo sin pensar, y me avergüenzo de mí mismo.
—¿Cuál?
—La de la canción.
—Ah esa, Casablanca hombre. Qué mala memoria tienes.
—Qué bonita, me encanta esa película —la voz de Lorena adopta un tono melancólico que me resulta encantador—. Siempre la veo con mi madre, cada año en Navidad. Esa y también Qué bello es vivir.
—Mira la niña —Tomás se ríe—. Además de bonita le gusta el buen cine.
—Sí, me encanta el cine, sobre todo si es en blanco y negro.
—¿En blanco y negro? —pregunto curioso.
—Sí, el cine que no es en color. Date la vuelta otra vez Tomás. Así, ¿estás cómodo?—Sí, preciosa.
—Pues hala, ya he terminado en esta habitación.
Y se va. Pero deja su perfume detrás, como si me hiciera un regalo.

IV

Hoy me siento extraño, más cansado que de costumbre. No llamo a las enfermeras, ¿para qué? En realidad no me duele nada. Tomás también está raro hoy, muy callado, lo que en él no es habitual. No habla, no canta, ni les echa piropos a las enfermeras. Creo que hoy tiene que pensar. Su hija le ha hecho una visita y han tenido una pequeña discusión. No oí lo que decían, pero hablaban con una tensión mal disimulada. Sin su amena conversación descubro que me aburro mucho. La ociosidad es lo peor para las mentes, las hace pensar, y eso es lo que yo hago. Pienso en mi vida, en lo corta que me está resultado, en todo lo que he sufrido, desde mi infancia de niño enfermizo, hasta mi madurez apenas alcanzada, con este cáncer que se come mi cerebro. Pienso en lo injusto que es tener que morir sin haber hecho todo lo que quería hacer: no me dio tiempo de terminar la universidad, nunca me he enamorado, jamás veré el mar. Recuerdo los buenos momentos que he pasado, pero me saben a poco, y me dejan la sensación de tener cenizas en la boca. Río amargamente y pienso que al menos la psicóloga no está aquí, viéndome ahora y entonando con esa voz suya tan de sabelotodo: «Vaya, qué interesante, ahora estás en la fase de depresión».
—¿Te da miedo morir? —Tomás me saca de golpe de mis pensamientos, con su habitual brusquedad.
Me quedo callado un momento, pensando qué contestarle, pero me doy cuenta de que hoy no estoy de humor para hacerme el duro.
—Un poco —contesto al fin.
A mí me da mucho miedo. Mi hija dice que me voy a poner bien, que sólo estaré aquí unos meses, y que me voy a poner bien. Me parece que esa hija mía no se da cuenta de que yo sé leer.
—¿A qué se refiere?
—A que en el cartel de la puerta dice «Unidad de Cuidados Paliativos». Cómo si yo fuera tonto —da un sonoro resoplido—. Ella quiere convencerme, pero yo sé que voy a morir, igual que lo sabes tú. Eres muy valiente ¿sabes?
—No es valor Tomás, es que no me queda más remedio que aceptarlo.
—Eso es valor, hijo mío —me contesta con la voz rota—. Valor y entereza.
Al final del día, mi malestar inespecífico se concreta en unas fieras náuseas, que no me permiten ni retener el agua que bebo. Doy gracias al cielo de que Lorena esté trabajando esa tarde, y que sea ella la que esté a mi lado mientras vomito, poniendo su cálida mano en mi frente, apartando mis cabellos del rostro.
—¿Ya está? ¿Se te ha pasado?
—Creo que sí —me recuesto sobre la almohada y oigo como se aleja de mí, para tirar las bateas sucias al contenedor. Luego vuelve a mi lado y toca mi brazo con delicadeza.
—Te voy a poner un suero, con una medicación para quitarte las náuseas. Luego podrás cenar un poco si te apetece.
Aún me siento mal, pero intento contenerme. Respiro profundamente un par de veces en un intento de aclarar mi mente y acallar ese profundo malestar que me atenaza.
—Espero que haya chuletas —digo con una sonrisa.

Eso la hace reír.

V
Me han trasladado a una habitación mejor, más grande. Estoy solo y tengo una televisión que no es de pago y un sofá-cama para un acompañante. Pero solamente un tonto se alegraría de un cambio así. Esto es una mera cortesía porque me estoy muriendo.
En realidad echo de menos a Tomás. Si estuviera en mi mano, pediría que me llevaran de nuevo a mi antigua habitación, para tener con quien charlar, pero comprendo que las enfermeras quieren ahorrarle a Tomás y su familia el ver cómo me muero. No es de buena educación morirse delante de los demás.
De todas formas, agradezco la calma que la soledad me proporciona. Y por otro lado, las enfermeras entran aquí más a menudo, para administrarme calmantes, para charlar conmigo y para ver si sigo vivo. Lo que significa que paso más tiempo con Lorena.
Mi madre no ha venido en toda la semana, pero no creo que sea porque esté ocupada con el pádel. Sencillamente creo que hay cosas que ella no puede afrontar, y ver morir al hijo imperfecto, que fue una gran decepción y al que nunca ha sabido amar, debe ser una de ellas. Supongo que es difícil enfrentarse a la muerte, aunque no sea a la propia.
Así que me paso la mayor parte del tiempo solo, leyendo o escuchando música, eso siempre y cuando los calmantes estén haciendo lo que deben estar haciendo. Cuando no, me acurruco en mi cama, cierro los ojos muy fuerte y espero que todo pase, como si fuese una pesadilla de la que espero despertar tarde o temprano.
Una noche me despierto bruscamente, a causa de una intensa sensación que me embarga. Me siento desfallecer. El aire me falta y un desagradable quejido sale de mis pulmones. Siento los párpados pesados y una pesada somnolencia se apodera de mí. Me asusto un poco, ¿estaré agonizando? Busco con manos temblorosas el timbre de llamada y lo acciono con ansiedad. Oigo pasos que se acercan con rapidez. Para mi alivio, huelo a moras antes de que se abra la puerta.
—¿Qué pasa?
—Lorena —es la primera vez que la llamo por su nombre.
Oigo el monitor a mi izquierda pitar con cierta insistencia.
Ella se queda un instante en el umbral de la puerta, como paralizada.
—¡Dios mío! —exclama finalmente—. Voy a llamar al doctor.
Y se dispone a irse.
—Lorena —vuelvo a llamarla, saboreando su nombre—. Lorena ven… Lorena, por favor, no me dejes solo.
Oigo sus pasos acercándose a mí lentamente, como si estuviera asustada. Tiendo mi mano hacia ella, y la sostiene entre las suyas.
—No, Lorena, no es eso —digo con cierta impaciencia—. Déjame verte, Lorena.
Abro los párpados y la miro sin verla, con esos inútiles ojos míos, mientras levanto mi mano hacia su rostro, para leer en él. Pómulos altos, nariz estrecha, labios carnosos, ojos enormes. Creo que me he enamorado.
Una gota cae sobre mi rostro y se desliza hasta mis labios, dejándome probar el amargo sabor de las lágrimas. Mi enfermera llora por mí porque ni yo mismo puedo hacerlo. Mis ojos son inútiles hasta para eso. Oigo un pitido aún más insistente, y mi mente empieza a desvanecerse.

«Sí», pienso con mi último aliento. «Creo que me he enamorado».

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