Saltar al contenido

Veinte años de oscuridad

I
—¿Enfermera? ¿Está usted ahí? ¿Enfermera?
—Aquí estoy —una voz tranquilizadora me envolvió mientras sentía una tibia mano que se deslizaba por mi frente—. Voy a ponerte el termómetro.
—Sí —dije—, creo que tengo fiebre. Siento escalofríos.
Sentí una pequeña intrusión en mi oído y un pitido.
—Tienes razón, treinta y ocho y medio.
Asentí levemente.
—Sí —casi un susurro—, siempre siento escalofríos cuando tengo fiebre.
Oí cómo la enfermera salía de la habitación, con sus pesados zuecos de madera resonando sobre el mármol. Cerré los ojos e intenté descansar, pero me sentía muy mal y la tiritona estaba haciendo presa de mí. Mi compañero de habitación tarareaba una vieja tonada. Era un hombre muy anciano, que tenía una voz grave y seca.
—Tomás, Tomás —el hombre dejó de tararear, pero no me contestó—. Tomás, ¿qué canción era esa?
—¿Te gusta, eh? —preguntó él a su vez.
—Sí —admití—, es muy bonita.
—Es la canción de Casablanca, ya sabes: “Tócala otra vez, Sam” —dijo esto último poniendo una voz muy varonil—. Sabes ¿no?
—No, no he visto Casablanca.
—¿Qué no has visto…? Bah, claro, en tu situación no me sorprende. Aaah —suspiró melancólico—, es la mejor historia de amor que jamás se haya contado.
—¿Mejor que Romeo y Julieta?
—¿Cuál?
—Sí, hombre —insistí—. Romeo y Julieta, de Shakespeare.
—No lo sé, no he visto esa película.
Definitivamente, Tomás y yo no tenemos los mismos intereses. Oí de nuevo los pasos rítmicos de la enfermera avanzando por el pasillo.
—Esa chica es muy guapa.
—¿Quién? ¿La enfermera?
—Sí, con ella me hacía yo un Casablanca y un Lo que el viento se llevó si hiciera falta. No espero que tú lo entiendas —añadió muy serio—, no quiero ofender, pero eres tan…
—¿Joven? —intenté terminar su frase, pero la llegada de la enfermera nos interrumpió.
—Aquí estoy de nuevo —otra vez esa voz, que me calma como un bálsamo y ese olor a moras. La chica tomó mi mano y empezó a manipular la vía—. Esta medicación hará que te baje la fiebre, ¿de acuerdo?
Asentí sumiso. Puede que yo no entienda de esas cosas, pero en realidad yo también pienso que es muy hermosa.
Llevo ya casi un mes ingresado. Yo, que odio los hospitales a morir. Vaya, qué frase tan irónica, porque para eso estoy aquí, para morir. Y si los odio es porque en el pasado los he sufrido más tiempo del que soy capaz de recordar. El olor de los antibióticos y de las heridas infectadas, los ruidos de los monitores, los médicos paternalistas y las enfermeras antipáticas. Pero esta vez quiero que sea diferente. Ya tengo veinte años, y sé que no llegaré a los veintiuno, nada de paternalismos por favor. Por lo menos eso fue lo que le dije a mi médico la primera vez que vino a verme: «Dígame la verdad doctor Ojeda, que ya somos mayorcitos, y yo, créame doctor, soy capaz de ver la verdad mejor que nadie». Eso le hizo reír, y ahora resulta que le caigo bien. Por eso creo detectar un tono de desesperación cada vez que habla conmigo, cada vez que me dice que ese tumor inoperable que tengo crece más y más, y que incluso con el tratamiento paliativo avanza más rápido de lo que era de esperar. O tal vez no sea porque le caigo bien, sino porque soy joven y él tiene un hijo de mi edad, y porque al fin y al cabo, si yo mismo no fuera yo mismo, también me tendría pena. Pero resulta que no tengo ganas de auto compadecerme, quizá sólo porque soy un testarudo y nunca hago lo que se supone que debo hacer, o quizá porque tengo ganas de disfrutar estos pequeños momentos que me quedan y no perder el tiempo con ese estúpido duelo, que según la psicóloga que viene a verme tengo que pasar.
—La primera fase es la negación —me dice.
—Qué negación ni que ocho cuartos, si me tengo que morir pues me muero, para que negar lo evidente. Lo que pasa es que me cabrea.
—Ah claro, tú ya has pasado a la segunda fase —y añade son voz de interesante—. La ira.
—Mire señorita, la única ira que yo tengo es la que usted me provoca con tanta tontería.
Desde entonces la psicóloga viene a verme con menos asiduidad, y creo yo que es un poco más antipática conmigo.
—Hola cariño, ¿cómo estás? —mi madre, siempre tan solícita, que viene a verme cada martes y cada jueves. El resto de los días tiene clases de pádel. Siempre pienso que es una pena que sus clases no sean diarias—. Te he traído bombones, de esos con avellanas, que te gustan tanto.
—No tenías que molestarte, mamá.
—Sí, ya lo sé hijo, pero deja que te mime un poco —y planta un sonoro beso en mi mejilla. A buen seguro que me ha manchado de carmín.
Suspiro pesadamente, y no digo nada más. Cada cual descarga su conciencia como puede, y mi madre tiene mucha mala conciencia que descargar. Mientras, ella mariposea por la habitación quejándose de todo lo que ve.
—Esta habitación es una porquería. De hecho, este hospital es una porquería. Podrías estar en la clínica hijo, que para eso pagamos el seguro.
Mi madre parlotea nerviosa, mientras pasa revista a mis cosas como un coronel a sus tropas.
—Prefiero la pública mamá, que para eso pago mis impuestos.
—Sigo pensando que es una tontería hijo, pero haz lo que quieras.
Oigo pasos de zuecos de madera viniendo hacia mi habitación.
—Con permiso. —Mi enfermera entra despacito, quizá intimidada por mi madre y su actitud francamente hostil ante todo el personal de la sanidad pública. Así es mi madre, toda encanto—. Es la hora de tu medicación.
Su mano se apoya en mi brazo con suavidad, y me estremezco, aunque sé que es sólo para abrir la vía.
—No mamá, hay cosas que uno no encuentra en una clínica privada.

II

Me duele la cabeza y me zumban los oídos. No puedo dormir. Toco el timbre y espero lo que parece una eternidad. Hubiese llamado antes si ella hubiese estado esta noche, pero no le toca hasta mañana. Es irónico, me sé su horario de memoria cuando siempre he sido un despistado incapaz de recordar ni las fechas de los cumpleaños. Mi profesor de latín decía que cada cual memorizaba más rápido lo que más le interesaba. Ese hombre era un sabio, y yo sin darme cuenta hasta ahora.
—¿Qué quieres? —pregunta una impertinente voz por el interfono.
—Me duele la cabeza —consigo musitar.
—¿Cómo?
Antes de que pueda contestar, oigo la voz de Tomás vociferando a mi lado.
—¡Que me estoy meando!
—Vale, vale. Ya voy.
Oigo a Tomás reír.
—Es que si no, no vienen más nunca.
Intento sonreírle, pero un acceso de náuseas me congela el gesto.
—Aguanta un poco niño, que ya vienen.
Duermo toda la noche, después de que me pongan un calmante, pero tengo pesadillas en las que parece que me ahogo y no puedo descansar. El nuevo día me encuentra con los párpados pegados y casi incapaz de moverme. Oigo el trajín de las mañanas, las enfermeras con sus carros de un lado a otro del pasillo, las auxiliares entrando y saliendo de las habitaciones, los médicos hablando gravemente en susurros. Deseo que se olviden de mí y que no vengan a bañarme ni a verme. Que me dejen en paz. Pero no tengo tanta suerte.
—Buenos días —aquí llega Margarita con su incombustible buen humor—. A bañarse guapito.
—Hoy no quiero bañarme —susurro.
—¿Cómo no vas a querer? —Margarita ya está enfrascada en la tarea de desnudarme, mientras oigo cómo su compañera llena una palangana con agua en el baño.
—Estoy tan cansado.
—¡Habráse visto! —exclama con indignación—. ¿Tú te lo puedes creer Lorena?
Es ella. Lorena, mi enfermera, que entra con sus pasitos de madera en la habitación. De repente soy consciente de mi desnudez y me siento indefenso, pensando que ella está de pie frente a mí y me está viendo en estas condiciones. Me ruborizo furiosamente.
—No seas mala con el chico, seguro que sí se quiere bañar y sólo está de broma, ¿verdad?
Asiento en silencio, ¿cómo llevarle la contraria? Ella parece contentarse con eso y se limita a ponerme la medicación.
—Me dijeron que pasaste mala noche. ¿Estás mejor? —esa voz tan dulce.
—Sí —le contesto.
«Ahora estoy en el cielo», pienso sublimado por el perfume que ella desprende. A moras, siempre huele a moras.

III

Han pasado dos semanas y me toca de nuevo revisión en el escáner, esa máquina odiosa en la que me siento atrapado y que emite unos zumbidos insoportables. Pero lo peor no es eso, lo peor es que sólo me da malas noticias.
—Esto es muy serio muchacho, no estoy bromeando —el doctor Ojeda parece muy triste hoy—. El tumor está avanzando muy rápido, a este paso…
—¿Cuánto tiempo? —pregunto fríamente. Jugar a hacerme el duro siempre ha sido uno de mis pasatiempos favoritos.
—Eso no lo sé, pero no mucho. Lo siento.
El doctor pone una mano en mi hombro y me da un suave apretón, antes de salir de la habitación.
—Ejem.
Mi compañero se revuelve incómodo en su cama.
—¿Sí, Tomas?
—Eso ha sido un buen trago.
—Sí, es verdad. Lo ha sido —admito suavemente. Lo que es cierto, es cierto.
—Que vida más puta. Con perdón.
—No lo perdono Tomás, que tiene usted toda la razón. Esta vida es una reputa.
El viejillo se ríe socarrón.
—Eso querría yo, pero aquí no me dejan traer una.
—Está hecho usted un Don Juan, siempre pensando en lo mismo.
—Hay que ponerle sal a la vida. Y las mujeres son lo más salado que conozco.
—Picantes Tomás, que son picantes.
—Como tú quieras muchacho, como si las prefieres más bien dulces, como la enfermerita esa —y se ríe con conocimiento—. Lo importante es tener una mujer al lado, para darle un sentido a la vida.
Un nudo de angustia se aposenta en la boca de mi estómago.
—Quizá es ya un poco tarde para eso, ¿no le parece? —le respondo agriamente.Tomás se queda callado. Creo que le he dado un buen corte. No era mi intención, pero no me disculpo. Hoy yo también estoy un poco triste. «Sí, me gustan más bien dulces», pienso para mí. «Me gustan las moras».
Lorena se pasea por la habitación, llenando el aire con su fragancia. Pero no está aquí para atenderme a mí, sino a Tomás. Siento cierta envidia.
—Y tú, ¿no estás casada?
—No Tomás, no lo estoy.
—Vaya, qué pena, una chica tan guapa. ¿Y novio, no tienes?
—No, no tengo. Date la vuelta.
—Pues no lo entiendo, si yo tuviera veinte años menos…
Ella se ríe, un sonido cristalino que me congela.
—Querrás decir cuarenta años menos.
—¿Qué pasa? ¿No te gustan maduritos?
Ella vuelve a reír, y yo siento que me derrito como un cubito de hielo.
—Porque si te gustan jovencitos, yo conozco a más de uno que…
Siento pánico de que Tomás se vaya de la lengua.
—Tomás, ¿cómo se llamaba aquella película? —interrumpo sin pensar, y me avergüenzo de mí mismo.
—¿Cuál?
—La de la canción.
—Ah esa, Casablanca hombre. Qué mala memoria tienes.
—Qué bonita, me encanta esa película —la voz de Lorena adopta un tono melancólico que me resulta encantador—. Siempre la veo con mi madre, cada año en Navidad. Esa y también Qué bello es vivir.
—Mira la niña —Tomás se ríe—. Además de bonita le gusta el buen cine.
—Sí, me encanta el cine, sobre todo si es en blanco y negro.
—¿En blanco y negro? —pregunto curioso.
—Sí, el cine que no es en color. Date la vuelta otra vez Tomás. Así, ¿estás cómodo?—Sí, preciosa.
—Pues hala, ya he terminado en esta habitación.
Y se va. Pero deja su perfume detrás, como si me hiciera un regalo.

IV

Hoy me siento extraño, más cansado que de costumbre. No llamo a las enfermeras, ¿para qué? En realidad no me duele nada. Tomás también está raro hoy, muy callado, lo que en él no es habitual. No habla, no canta, ni les echa piropos a las enfermeras. Creo que hoy tiene que pensar. Su hija le ha hecho una visita y han tenido una pequeña discusión. No oí lo que decían, pero hablaban con una tensión mal disimulada. Sin su amena conversación descubro que me aburro mucho. La ociosidad es lo peor para las mentes, las hace pensar, y eso es lo que yo hago. Pienso en mi vida, en lo corta que me está resultado, en todo lo que he sufrido, desde mi infancia de niño enfermizo, hasta mi madurez apenas alcanzada, con este cáncer que se come mi cerebro. Pienso en lo injusto que es tener que morir sin haber hecho todo lo que quería hacer: no me dio tiempo de terminar la universidad, nunca me he enamorado, jamás veré el mar. Recuerdo los buenos momentos que he pasado, pero me saben a poco, y me dejan la sensación de tener cenizas en la boca. Río amargamente y pienso que al menos la psicóloga no está aquí, viéndome ahora y entonando con esa voz suya tan de sabelotodo: «Vaya, qué interesante, ahora estás en la fase de depresión».
—¿Te da miedo morir? —Tomás me saca de golpe de mis pensamientos, con su habitual brusquedad.
Me quedo callado un momento, pensando qué contestarle, pero me doy cuenta de que hoy no estoy de humor para hacerme el duro.
—Un poco —contesto al fin.
A mí me da mucho miedo. Mi hija dice que me voy a poner bien, que sólo estaré aquí unos meses, y que me voy a poner bien. Me parece que esa hija mía no se da cuenta de que yo sé leer.
—¿A qué se refiere?
—A que en el cartel de la puerta dice «Unidad de Cuidados Paliativos». Cómo si yo fuera tonto —da un sonoro resoplido—. Ella quiere convencerme, pero yo sé que voy a morir, igual que lo sabes tú. Eres muy valiente ¿sabes?
—No es valor Tomás, es que no me queda más remedio que aceptarlo.
—Eso es valor, hijo mío —me contesta con la voz rota—. Valor y entereza.
Al final del día, mi malestar inespecífico se concreta en unas fieras náuseas, que no me permiten ni retener el agua que bebo. Doy gracias al cielo de que Lorena esté trabajando esa tarde, y que sea ella la que esté a mi lado mientras vomito, poniendo su cálida mano en mi frente, apartando mis cabellos del rostro.
—¿Ya está? ¿Se te ha pasado?
—Creo que sí —me recuesto sobre la almohada y oigo como se aleja de mí, para tirar las bateas sucias al contenedor. Luego vuelve a mi lado y toca mi brazo con delicadeza.
—Te voy a poner un suero, con una medicación para quitarte las náuseas. Luego podrás cenar un poco si te apetece.
Aún me siento mal, pero intento contenerme. Respiro profundamente un par de veces en un intento de aclarar mi mente y acallar ese profundo malestar que me atenaza.
—Espero que haya chuletas —digo con una sonrisa.

Eso la hace reír.

V
Me han trasladado a una habitación mejor, más grande. Estoy solo y tengo una televisión que no es de pago y un sofá-cama para un acompañante. Pero solamente un tonto se alegraría de un cambio así. Esto es una mera cortesía porque me estoy muriendo.
En realidad echo de menos a Tomás. Si estuviera en mi mano, pediría que me llevaran de nuevo a mi antigua habitación, para tener con quien charlar, pero comprendo que las enfermeras quieren ahorrarle a Tomás y su familia el ver cómo me muero. No es de buena educación morirse delante de los demás.
De todas formas, agradezco la calma que la soledad me proporciona. Y por otro lado, las enfermeras entran aquí más a menudo, para administrarme calmantes, para charlar conmigo y para ver si sigo vivo. Lo que significa que paso más tiempo con Lorena.
Mi madre no ha venido en toda la semana, pero no creo que sea porque esté ocupada con el pádel. Sencillamente creo que hay cosas que ella no puede afrontar, y ver morir al hijo imperfecto, que fue una gran decepción y al que nunca ha sabido amar, debe ser una de ellas. Supongo que es difícil enfrentarse a la muerte, aunque no sea a la propia.
Así que me paso la mayor parte del tiempo solo, leyendo o escuchando música, eso siempre y cuando los calmantes estén haciendo lo que deben estar haciendo. Cuando no, me acurruco en mi cama, cierro los ojos muy fuerte y espero que todo pase, como si fuese una pesadilla de la que espero despertar tarde o temprano.
Una noche me despierto bruscamente, a causa de una intensa sensación que me embarga. Me siento desfallecer. El aire me falta y un desagradable quejido sale de mis pulmones. Siento los párpados pesados y una pesada somnolencia se apodera de mí. Me asusto un poco, ¿estaré agonizando? Busco con manos temblorosas el timbre de llamada y lo acciono con ansiedad. Oigo pasos que se acercan con rapidez. Para mi alivio, huelo a moras antes de que se abra la puerta.
—¿Qué pasa?
—Lorena —es la primera vez que la llamo por su nombre.
Oigo el monitor a mi izquierda pitar con cierta insistencia.
Ella se queda un instante en el umbral de la puerta, como paralizada.
—¡Dios mío! —exclama finalmente—. Voy a llamar al doctor.
Y se dispone a irse.
—Lorena —vuelvo a llamarla, saboreando su nombre—. Lorena ven… Lorena, por favor, no me dejes solo.
Oigo sus pasos acercándose a mí lentamente, como si estuviera asustada. Tiendo mi mano hacia ella, y la sostiene entre las suyas.
—No, Lorena, no es eso —digo con cierta impaciencia—. Déjame verte, Lorena.
Abro los párpados y la miro sin verla, con esos inútiles ojos míos, mientras levanto mi mano hacia su rostro, para leer en él. Pómulos altos, nariz estrecha, labios carnosos, ojos enormes. Creo que me he enamorado.
Una gota cae sobre mi rostro y se desliza hasta mis labios, dejándome probar el amargo sabor de las lágrimas. Mi enfermera llora por mí porque ni yo mismo puedo hacerlo. Mis ojos son inútiles hasta para eso. Oigo un pitido aún más insistente, y mi mente empieza a desvanecerse.

«Sí», pienso con mi último aliento. «Creo que me he enamorado».

Esta obra está registrada en el Registro General de la Propiedad Intelectual. Todos los derechos reservados

2 comentarios en «Veinte años de oscuridad»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *