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Estos son los relatos que participan en el concurso de este mes, a parte de el mío y del de Mavya, que van fuera de concurso. Ante todo, muchas gracias a todas las autoras que se han animado a participar, ¡sois geniales chicas!

Bueno, nada más os dejo con lo importante, recordad que con la encuesta que está aquí a la izquierda podéis votar el relato que más os haya gustado. Un beso a todos.

Flechas

Este año el Amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo. Siempre tengo que andar detrás de él, de sus plumas, de sus corazones; siempre mirando hacia arriba a ver si le veo en el cielo, agitando esas alitas que tiene. Ya estoy harto. Si le interesa que venga él a mí, al fin y al cabo le estoy haciendo un favor. No tengo yo mucho tiempo que perder persiguiendo a un niño alocado, tengo demasiado trabajo en la fragua. Este año, si el Amor quiere sus flechas nuevas, mejor que venga él a buscarlas.

Nayra Ginory (Fuera de concurso).http://nayraginory.blogspot.com/

Veremos qué pasa

Este año el amor me encontrará a mi, no pienso ir a buscarlo. Porque cuando lo buscas, la cagas, y sólo se te acercan idiotas de renombre. Por eso, ni voy a gastarme. Que venga a mi cuando quiera, que sea el otro que caida de rodillas porque las mias bastante peladas están. Me harté y pronunciar estas palabras será mi hechizo anti amor...

Al menos hasta que ese bombón de ojos verdes me sonría. Uy, lo hizo. Al parecer, Eros esta de mi lado hoy, ya veremos qué pasa".

Mavya (Fuera de concurso). http://mavya.blogspot.com/

Merry Queerma(n)s

“Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo”. Claro, era muy fácil decirlo, pero para Karl era muy difícil llevarlo a cabo. No por nada había sido declarado como el mismísimo gran puto romanticón y el apodo le quedaba justo. Sin embargo, llegaban las navidades y él volvía a encontrarse sólo. Esta vez había estado muy cerca de pasarlas con su novio. Pero si era enamoradizo, también era un hombre celoso y eso lo había dejado vagando solitario por las calles frías de Manhattan y con la nariz roja.

¿Vienes? —la voz conocida lo sorprendió.

Bueno, sonrió, tal vez este año no le tocara pasarla solo después de todo.

Gretel (http://kuro-no-sekai.blogspot.com/).

Encuéntrame, Helen.

“Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo.”

Esa era la última frase del libro, luego la colección de diez volúmenes desaparecía. Al igual que la vida de Helen, una de las poetas más famosas de Argentina, quien había dejado de existir hace cuarenta años.

Al recodar esto, su mente se desesperaba, se castigaba preguntando por qué no nació antes, para conocerla, amarla como lo hacía ahora. Vivía debatiéndose entre la enfermiza necrofilia y la aterradora realidad: ella ya no existía.

El amor real no se busca, te encuentra. Y él, si bien fue encontrado por Helen, estaba condenado a no poder amarla como tanto anhelaba.

Soledad Naraveckis

Que el amor me encuentre, este año, que me encuentre…

“Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo”.

Lo dije en voz alta de espaldas a la fontana de Trevi.

Casi por instinto, cerrando mis ojos con fuerza. Llenando con esperanza lo que abandona el dolor, por insignificancia más que por compasión. Pensando en algún bar la idea estalló en mi cabeza: “Si me arrepintiera verdaderamente y corriera, casi sin aliento. Atravesando a todas esas personas, abandonando mi cuerpo. Volviéndome inmortal, como lo hizo el... ¿Mi ángel extendería sus alas apartándome de aquella angustia?”.

Me mantienes y derrotas. Si el amor existe quiero el tuyo. Que alguien me encuentre, este año, que alguien me encuentre…

Isabela Kaoru

De por qué me veo así…

«Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo», escribió en el trozo de papel que había arrancado de la primera página del manual de supervivencia. Lo enrolló con cuidado, lo metió dentro de la botella de Aquarius y después de asegurarse que había enroscado correctamente el tapón, lanzó el envase hacia el mar con todas sus fuerzas. Luego se sentó sobre la roca que llevaba seis meses sirviéndole de atalaya y desde allí observó navegar la botella balanceándose hacia el horizonte.

—Definitivamente —gruñó rascándose su hirsuta barba de naufrago—, es la última vez que salgo a buscar el amor.

Nut. http://medianocheeneljardin.blogspot.com/

Por estas cosas te amo.

«Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo», leyó Marco. La frase estaba escrita en el muro de su vivienda, con las mismas grandes letras mayúsculas y spray rojo de las otras sesenta y ocho estampadas en el mobiliario urbano que había a lo largo del corto trayecto desde la oficina hasta su casa. La diferencia de ésta con las anteriores era que terminaba con el curvilíneo dibujo de una llamativa flecha que apuntaba a la cabeza de su amigo Alex, sentado en la acera con expresión enfurruñada y la espalda contra el muro.

—Está bien —suspiró Marco con una enamorada sonrisa—. Capto la indirecta

Nut. http://medianocheeneljardin.blogspot.com/

Por sorpresa

“Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo”

Rezaba el lema de aquella web de parejas a la que me apunté. Tras años de desengaños afectivos con mujeres, que me las buscaran otros. Qué confusión al descubrir que mi primer encuentro amoroso era con otro hombre, a su vez esperando una mujer. Nos reímos del error, germinó una amistad inseparable y quedamos con otras, siempre volviendo el uno al otro, ahogando las penas del desafecto. ¿Cómo llegó el amor por otro hombre? Lo ignoro, pero afirmo que sin quererlo ni beberlo, surgió y que ahora no cambiaría por nada el primer beso que, sorpresivamente, sin buscarlo, me regaló…

Dorianne. http://dorianneilustradora.blogspot.com/

Para quien no lo sepa (¿quien no se ha enterado a estas alturas?), el grupo Origin eYaoiES y la colección homoerótica van a realizar la recopilación de Calabazas de Haloween, invitando a todos los autores de homoerótica que quieran unirse a esta iniciativa. Aquí os dejo el enlace:


Otra cosa y para que no os despistéis, ¿como van vuestros micorrelatos? Espero que todos los esteis escribiendo como locos, recordad que las bases del concurso ya se publicaron y que teneis un plazo para enviarlos.
Un beso a todos

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Como ya sabréis, espero, Mavya y yo hemos estado publicitando la puesta en marcha de un concurso de microrrelatos en nuestros blogs simultáneamente.

La idea es incentivar la creación literaria en la red y unir a los escritores aficionados en una iniciativa lúdica para hermanar los blogs de todos los amantes a la literatura. El concurso se convocará cada cuatro semanas, y la frase final del relato ganador será la frase de inicio para los microrrelatos de la siguiente convocatoria.

Las bases son las siguientes:

—Los relatos enviados deben ser originales (no se aceptará fanfiction), inéditos (es decir, no previamente publicados en otros soportes), con una extensión máxima de 100 palabras (sin incluir el título ni la frase inicial).

—No se aceptarán relatos que contengan faltas de ortografía, emoticonos, etc.

—Los relatos se enviarán por mail a la dirección:

Concursoderelatos@yahoo.es

—El tema será libre, aunque empezando por la frase propuesta. Para esta primera convocatoria la frase será: “Este año el amor me encontrará a mí, no pienso ir a buscarlo”.

—El plazo para enviar los relatos será de dos semanas, hasta el viernes 25 de septiembre, ese día los relatos participantes se publicarán en nuestros blogs.

—Luego, se darán otras dos semanas para que los lectores voten el relato que más les haya gustado. El ganador se anunciará el viernes 9 de octubre.

—El ganador recibirá el premio del concurso de Microrrelatos encadenados y además, la última frase de dicho relato será la primera por la que deban comenzar los relatos para la siguiente convocatoria.

Creo que se entiende, aún así, si hay alguna duda, por favor, preguntad. No será admitido ningún relato que no cumpla con las bases (que para eso están).

Animaos a participar, y mucha suerte a los que lo hagan!

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Dada la (aparente) buena acogida de la propuesta, Mavya y yo publicaremos mañana las bases para convocar el concurso de microrrelatos. Os invito a tod@s a que mañana paséis por aquí para verlas.

Espero de verdad que tenga un buen seguimiento, y que muchos se animen a participar, enviando sus microrrelatos. Si tiene éxito, la idea es convocar un concurso mensual en los blogs.
¡Animaos a participar y muy buena suerte!
Por cierto, y por si a alguien le interesa, en le blog Tsuki no Yume Yaoi también se ha convocado un concurso de relatos homoeróticos, pasaros por allí si os interesa.
Un beso

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Mavya y yo tuvimos esta idea hace unos meses: convocar en nuestros blogs un concuso de microrrelatos encadenados, quincenal o mensual, dependiendo de las ganas de la gente, luego vino el verano, los exámenes de Occhiblu, mi triste vida... pero de repente he rescatado la idea. ¿Qué dices Mavya? ¿Seguimos adelante? ¿Y qué dicen los demas? ¿Alguien querría participar? He puesto una encuesta, justo aquí, a la izquierda para recoger vuestras opiniones, tenéis una semana para votar. La idea es dar una frase por la que cada relato debe empezar. Los que quieran participar podrán mandarnos a mí o a Mavya un relato que empiece por dicha frase, con una extencsión máxima (que ya especificaremos). Los relatos se colgarán en nuestros blogs y los lectores votarán el que más le guste. El más votado será el ganador, como es lógico, y la última frase de ese relato será la primera frase para los relatos del siguiente concurso. ¿Os mola la idea?

4

Ahí va otra de mis pequeñas obras. Este relato lo realicé para el taller Oghmios de Literatura Homoerótica.
Entré en clase a las ocho en punto como cada día, pero me sorprendió comprobar que no había nadie y que todos los pupitres estaban vacíos. Miré a mi alrededor atónito, buscando una explicación para la ausencia de mis compañeros. El timbre que marcaba el inicio de las clases sonó al tiempo que oía como la puerta del aula se cerraba detrás de mí. Me giré despacio, para encontrarme de frente con esos ojos que me roban el aliento cuatro horas a la semana. El tiempo se detuvo un instante, quedó suspendido en algún lugar de mi conciencia al ver como Carlos, mi maravilloso profesor de literatura, se acercaba a mí moviéndose de una manera sinuosa muy impropia en él.
—¿No ha llegado nadie? —preguntó mirándome con intensidad.
—No —dije con un hilo de voz.
Los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados y su morena piel quedaba expuesta. Quise acariciar el tibio vello de su torso y hundirme en el profundo olor que emanaba de él. Tragué saliva con dificultad mientras intentaba apartar mi mirada de su anhelante pecho.
—Bien, entonces tú y yo estamos solos —llegó hasta mí y acarició mi rostro con infinita ternura mientras su perfume me invadía—; voy a tener que darte una clase privada.
—¿De literatura? —pregunté muy nervioso.
Una curiosa sonrisa se insinuó en sus labios.
—No, de eso no —dijo mientras acercaba sus labios a los míos en un camino lento, pero inexorable.
Dejé que me atrapara en su beso y en su olor. Hundí mis manos en su sedoso cabello mientras él introducía sus dedos, como trémulos tentáculos, por el interior de mi camisa. El contacto de sus manos contra mi piel me hizo gemir.
—Carlos —jadeé cautivado por su contacto.
—Mi precioso niño —dijo a su vez con los labios hundidos en mi cuello, mordisqueando mi piel, haciéndome enloquecer con las palabras que deseaba escuchar—, siempre te he deseado…
Llevé mis manos a su camisa y la desabotoné con ansia, sólo para poder hundir mi nariz en su pecho y aspirar el profundo perfume de su virilidad. Carlos era tan hombre, tan guapo, tan fuerte, y yo lo deseaba tanto.
Me elevó, cargándome por debajo de las axilas, hasta dejarme sentado en la alta mesa desde donde nos daba clase. Sentí bajo mi piel la fría madera pulida y sólo entonces me di cuenta de que toda mi ropa había desaparecido. Me estremecí. Entre besos, Carlos me miraba lleno de pasión.
—Eres tan hermoso, mi dulce niño —sus palabras acariciaban mis sentidos— tan hermoso…
Un gemido entrecortado escapó de mi garganta mientras el deseo fluía imparable por mis venas. No sentía vergüenza sino ardor, un ardor incontrolable que me hacía querer revolcarme con él como un perro en celo. Le atraje hacía mí, sumergido por completo en esta realidad sin pudor, rodeando su cintura con mis piernas hasta que nuestros miembros se rozaron deliciosamente. Me restregué contra él en un intento de aplacar esa ansiedad que me corroía por dentro, mientras con mis manos descorría los cierres de su cinturón. Sus pantalones cayeron, derramándose por sus piernas al tiempo que quedaba a la vista su tibia y palpitante carne. Le toqué, ansioso de sentir su fuerza bajo mis manos, deseando entregarme a él con cada fibra de mi ser. Insinuante, me tumbé sobre la mesa invitándole a acercarse más, mientras se mantenía entre mis piernas, acariciando mi cuerpo con avidez y mirándome con deseo.
—Mi pequeño, mi hermoso pequeño —sus labios pronunciaron las palabras sin moverse, mientras sus manos tanteaban hambrientas mi entrepierna.
Abrí las piernas, entregado por completo a él, mientras sentía cómo su hombría se adentraba en mí, llenando mis entrañas con calor y placer. Carlos dentro de mí, abrasándome, mientras agarraba mis caderas con sus manos, apresando mi carne entre sus dedos hasta hacerme sentir un agradable dolor. Me apreté contra él para hacer la penetración más intensa y él incrementó el ritmo de sus embestidas. Mi cuerpo se estremecía sin ningún control mientras clamaba por el desahogo del orgasmo y Carlos, que no apartaba sus ojos de los míos, jadeaba con cada furiosa embestida. El mundo a mi alrededor pareció desaparecer mientras me corría, o quizá era yo el que se desvanecía: ya no sentía la dureza de la mesa debajo de mí, ni a Carlos en mi interior. Cerré los ojos, confuso, mientras intentaba recuperar el control de mi cuerpo y de mi mente. Un insidioso zumbido comenzó a sonar más allá de los límites de mi conciencia. Me sentía desorientado, ¿era el timbre que marcaba el final de la clase? Volví a abrir los ojos, pero Carlos no estaba allí. Ni él, ni la clase, ni los pupitres. Me giré confuso y me encontré en mi propia cama. Alargué el brazo y apagué el despertador con un manotazo, al tiempo que caía dolorosamente en mi propia realidad. Eran las siete de la mañana y tenía que vestirme para ir a clase. Pensé, apesadumbrado mientras me ruborizaba, que a primera hora tendría literatura. Me senté en la cama y aparté la manta, sólo para encontrarme completamente manchado: mi semen se había derramado en mi pijama y entre la ropa de cama.
—Mierda —mascullé—, encima voy a tener que cambiar las sábanas.
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2

I
—¿Enfermera? ¿Está usted ahí? ¿Enfermera?
—Aquí estoy —una voz tranquilizadora me envolvió mientras sentía una tibia mano que se deslizaba por mi frente—. Voy a ponerte el termómetro.
—Sí —dije—, creo que tengo fiebre. Siento escalofríos.
Sentí una pequeña intrusión en mi oído y un pitido.
—Tienes razón, treinta y ocho y medio.
Asentí levemente.
—Sí —casi un susurro—, siempre siento escalofríos cuando tengo fiebre.
Oí cómo la enfermera salía de la habitación, con sus pesados zuecos de madera resonando sobre el mármol. Cerré los ojos e intenté descansar, pero me sentía muy mal y la tiritona estaba haciendo presa de mí. Mi compañero de habitación tarareaba una vieja tonada. Era un hombre muy anciano, que tenía una voz grave y seca.
—Tomás, Tomás —el hombre dejó de tararear, pero no me contestó—. Tomás, ¿qué canción era esa?
—¿Te gusta, eh? —preguntó él a su vez.
—Sí —admití—, es muy bonita.
—Es la canción de Casablanca, ya sabes: “Tócala otra vez, Sam” —dijo esto último poniendo una voz muy varonil—. Sabes ¿no?
—No, no he visto Casablanca.
—¿Qué no has visto…? Bah, claro, en tu situación no me sorprende. Aaah —suspiró melancólico—, es la mejor historia de amor que jamás se haya contado.
—¿Mejor que Romeo y Julieta?
—¿Cuál?
—Sí, hombre —insistí—. Romeo y Julieta, de Shakespeare.
—No lo sé, no he visto esa película.
Definitivamente, Tomás y yo no tenemos los mismos intereses. Oí de nuevo los pasos rítmicos de la enfermera avanzando por el pasillo.
—Esa chica es muy guapa.
—¿Quién? ¿La enfermera?
—Sí, con ella me hacía yo un Casablanca y un Lo que el viento se llevó si hiciera falta. No espero que tú lo entiendas —añadió muy serio—, no quiero ofender, pero eres tan…
—¿Joven? —intenté terminar su frase, pero la llegada de la enfermera nos interrumpió.
—Aquí estoy de nuevo —otra vez esa voz, que me calma como un bálsamo y ese olor a moras. La chica tomó mi mano y empezó a manipular la vía—. Esta medicación hará que te baje la fiebre, ¿de acuerdo?
Asentí sumiso. Puede que yo no entienda de esas cosas, pero en realidad yo también pienso que es muy hermosa.
Llevo ya casi un mes ingresado. Yo, que odio los hospitales a morir. Vaya, qué frase tan irónica, porque para eso estoy aquí, para morir. Y si los odio es porque en el pasado los he sufrido más tiempo del que soy capaz de recordar. El olor de los antibióticos y de las heridas infectadas, los ruidos de los monitores, los médicos paternalistas y las enfermeras antipáticas. Pero esta vez quiero que sea diferente. Ya tengo veinte años, y sé que no llegaré a los veintiuno, nada de paternalismos por favor. Por lo menos eso fue lo que le dije a mi médico la primera vez que vino a verme: «Dígame la verdad doctor Ojeda, que ya somos mayorcitos, y yo, créame doctor, soy capaz de ver la verdad mejor que nadie». Eso le hizo reír, y ahora resulta que le caigo bien. Por eso creo detectar un tono de desesperación cada vez que habla conmigo, cada vez que me dice que ese tumor inoperable que tengo crece más y más, y que incluso con el tratamiento paliativo avanza más rápido de lo que era de esperar. O tal vez no sea porque le caigo bien, sino porque soy joven y él tiene un hijo de mi edad, y porque al fin y al cabo, si yo mismo no fuera yo mismo, también me tendría pena. Pero resulta que no tengo ganas de auto compadecerme, quizá sólo porque soy un testarudo y nunca hago lo que se supone que debo hacer, o quizá porque tengo ganas de disfrutar estos pequeños momentos que me quedan y no perder el tiempo con ese estúpido duelo, que según la psicóloga que viene a verme tengo que pasar.
—La primera fase es la negación —me dice.
—Qué negación ni que ocho cuartos, si me tengo que morir pues me muero, para que negar lo evidente. Lo que pasa es que me cabrea.
—Ah claro, tú ya has pasado a la segunda fase —y añade son voz de interesante—. La ira.
—Mire señorita, la única ira que yo tengo es la que usted me provoca con tanta tontería.
Desde entonces la psicóloga viene a verme con menos asiduidad, y creo yo que es un poco más antipática conmigo.
—Hola cariño, ¿cómo estás? —mi madre, siempre tan solícita, que viene a verme cada martes y cada jueves. El resto de los días tiene clases de pádel. Siempre pienso que es una pena que sus clases no sean diarias—. Te he traído bombones, de esos con avellanas, que te gustan tanto.
—No tenías que molestarte, mamá.
—Sí, ya lo sé hijo, pero deja que te mime un poco —y planta un sonoro beso en mi mejilla. A buen seguro que me ha manchado de carmín.
Suspiro pesadamente, y no digo nada más. Cada cual descarga su conciencia como puede, y mi madre tiene mucha mala conciencia que descargar. Mientras, ella mariposea por la habitación quejándose de todo lo que ve.
—Esta habitación es una porquería. De hecho, este hospital es una porquería. Podrías estar en la clínica hijo, que para eso pagamos el seguro.
Mi madre parlotea nerviosa, mientras pasa revista a mis cosas como un coronel a sus tropas.
—Prefiero la pública mamá, que para eso pago mis impuestos.
—Sigo pensando que es una tontería hijo, pero haz lo que quieras.
Oigo pasos de zuecos de madera viniendo hacia mi habitación.
—Con permiso. —Mi enfermera entra despacito, quizá intimidada por mi madre y su actitud francamente hostil ante todo el personal de la sanidad pública. Así es mi madre, toda encanto—. Es la hora de tu medicación.
Su mano se apoya en mi brazo con suavidad, y me estremezco, aunque sé que es sólo para abrir la vía.
—No mamá, hay cosas que uno no encuentra en una clínica privada.

II

Me duele la cabeza y me zumban los oídos. No puedo dormir. Toco el timbre y espero lo que parece una eternidad. Hubiese llamado antes si ella hubiese estado esta noche, pero no le toca hasta mañana. Es irónico, me sé su horario de memoria cuando siempre he sido un despistado incapaz de recordar ni las fechas de los cumpleaños. Mi profesor de latín decía que cada cual memorizaba más rápido lo que más le interesaba. Ese hombre era un sabio, y yo sin darme cuenta hasta ahora.
—¿Qué quieres? —pregunta una impertinente voz por el interfono.
—Me duele la cabeza —consigo musitar.
—¿Cómo?
Antes de que pueda contestar, oigo la voz de Tomás vociferando a mi lado.
—¡Que me estoy meando!
—Vale, vale. Ya voy.
Oigo a Tomás reír.
—Es que si no, no vienen más nunca.
Intento sonreírle, pero un acceso de náuseas me congela el gesto.
—Aguanta un poco niño, que ya vienen.
Duermo toda la noche, después de que me pongan un calmante, pero tengo pesadillas en las que parece que me ahogo y no puedo descansar. El nuevo día me encuentra con los párpados pegados y casi incapaz de moverme. Oigo el trajín de las mañanas, las enfermeras con sus carros de un lado a otro del pasillo, las auxiliares entrando y saliendo de las habitaciones, los médicos hablando gravemente en susurros. Deseo que se olviden de mí y que no vengan a bañarme ni a verme. Que me dejen en paz. Pero no tengo tanta suerte.
—Buenos días —aquí llega Margarita con su incombustible buen humor—. A bañarse guapito.
—Hoy no quiero bañarme —susurro.
—¿Cómo no vas a querer? —Margarita ya está enfrascada en la tarea de desnudarme, mientras oigo cómo su compañera llena una palangana con agua en el baño.
—Estoy tan cansado.
—¡Habráse visto! —exclama con indignación—. ¿Tú te lo puedes creer Lorena?
Es ella. Lorena, mi enfermera, que entra con sus pasitos de madera en la habitación. De repente soy consciente de mi desnudez y me siento indefenso, pensando que ella está de pie frente a mí y me está viendo en estas condiciones. Me ruborizo furiosamente.
—No seas mala con el chico, seguro que sí se quiere bañar y sólo está de broma, ¿verdad?
Asiento en silencio, ¿cómo llevarle la contraria? Ella parece contentarse con eso y se limita a ponerme la medicación.
—Me dijeron que pasaste mala noche. ¿Estás mejor? —esa voz tan dulce.
—Sí —le contesto.
«Ahora estoy en el cielo», pienso sublimado por el perfume que ella desprende. A moras, siempre huele a moras.

III

Han pasado dos semanas y me toca de nuevo revisión en el escáner, esa máquina odiosa en la que me siento atrapado y que emite unos zumbidos insoportables. Pero lo peor no es eso, lo peor es que sólo me da malas noticias.
—Esto es muy serio muchacho, no estoy bromeando —el doctor Ojeda parece muy triste hoy—. El tumor está avanzando muy rápido, a este paso…
—¿Cuánto tiempo? —pregunto fríamente. Jugar a hacerme el duro siempre ha sido uno de mis pasatiempos favoritos.
—Eso no lo sé, pero no mucho. Lo siento.
El doctor pone una mano en mi hombro y me da un suave apretón, antes de salir de la habitación.
—Ejem.
Mi compañero se revuelve incómodo en su cama.
—¿Sí, Tomas?
—Eso ha sido un buen trago.
—Sí, es verdad. Lo ha sido —admito suavemente. Lo que es cierto, es cierto.
—Que vida más puta. Con perdón.
—No lo perdono Tomás, que tiene usted toda la razón. Esta vida es una reputa.
El viejillo se ríe socarrón.
—Eso querría yo, pero aquí no me dejan traer una.
—Está hecho usted un Don Juan, siempre pensando en lo mismo.
—Hay que ponerle sal a la vida. Y las mujeres son lo más salado que conozco.
—Picantes Tomás, que son picantes.
—Como tú quieras muchacho, como si las prefieres más bien dulces, como la enfermerita esa —y se ríe con conocimiento—. Lo importante es tener una mujer al lado, para darle un sentido a la vida.
Un nudo de angustia se aposenta en la boca de mi estómago.
—Quizá es ya un poco tarde para eso, ¿no le parece? —le respondo agriamente.Tomás se queda callado. Creo que le he dado un buen corte. No era mi intención, pero no me disculpo. Hoy yo también estoy un poco triste. «Sí, me gustan más bien dulces», pienso para mí. «Me gustan las moras».
Lorena se pasea por la habitación, llenando el aire con su fragancia. Pero no está aquí para atenderme a mí, sino a Tomás. Siento cierta envidia.
—Y tú, ¿no estás casada?
—No Tomás, no lo estoy.
—Vaya, qué pena, una chica tan guapa. ¿Y novio, no tienes?
—No, no tengo. Date la vuelta.
—Pues no lo entiendo, si yo tuviera veinte años menos…
Ella se ríe, un sonido cristalino que me congela.
—Querrás decir cuarenta años menos.
—¿Qué pasa? ¿No te gustan maduritos?
Ella vuelve a reír, y yo siento que me derrito como un cubito de hielo.
—Porque si te gustan jovencitos, yo conozco a más de uno que…
Siento pánico de que Tomás se vaya de la lengua.
—Tomás, ¿cómo se llamaba aquella película? —interrumpo sin pensar, y me avergüenzo de mí mismo.
—¿Cuál?
—La de la canción.
—Ah esa, Casablanca hombre. Qué mala memoria tienes.
—Qué bonita, me encanta esa película —la voz de Lorena adopta un tono melancólico que me resulta encantador—. Siempre la veo con mi madre, cada año en Navidad. Esa y también Qué bello es vivir.
—Mira la niña —Tomás se ríe—. Además de bonita le gusta el buen cine.
—Sí, me encanta el cine, sobre todo si es en blanco y negro.
—¿En blanco y negro? —pregunto curioso.
—Sí, el cine que no es en color. Date la vuelta otra vez Tomás. Así, ¿estás cómodo?—Sí, preciosa.
—Pues hala, ya he terminado en esta habitación.
Y se va. Pero deja su perfume detrás, como si me hiciera un regalo.

IV

Hoy me siento extraño, más cansado que de costumbre. No llamo a las enfermeras, ¿para qué? En realidad no me duele nada. Tomás también está raro hoy, muy callado, lo que en él no es habitual. No habla, no canta, ni les echa piropos a las enfermeras. Creo que hoy tiene que pensar. Su hija le ha hecho una visita y han tenido una pequeña discusión. No oí lo que decían, pero hablaban con una tensión mal disimulada. Sin su amena conversación descubro que me aburro mucho. La ociosidad es lo peor para las mentes, las hace pensar, y eso es lo que yo hago. Pienso en mi vida, en lo corta que me está resultado, en todo lo que he sufrido, desde mi infancia de niño enfermizo, hasta mi madurez apenas alcanzada, con este cáncer que se come mi cerebro. Pienso en lo injusto que es tener que morir sin haber hecho todo lo que quería hacer: no me dio tiempo de terminar la universidad, nunca me he enamorado, jamás veré el mar. Recuerdo los buenos momentos que he pasado, pero me saben a poco, y me dejan la sensación de tener cenizas en la boca. Río amargamente y pienso que al menos la psicóloga no está aquí, viéndome ahora y entonando con esa voz suya tan de sabelotodo: «Vaya, qué interesante, ahora estás en la fase de depresión».
—¿Te da miedo morir? —Tomás me saca de golpe de mis pensamientos, con su habitual brusquedad.
Me quedo callado un momento, pensando qué contestarle, pero me doy cuenta de que hoy no estoy de humor para hacerme el duro.
—Un poco —contesto al fin.
A mí me da mucho miedo. Mi hija dice que me voy a poner bien, que sólo estaré aquí unos meses, y que me voy a poner bien. Me parece que esa hija mía no se da cuenta de que yo sé leer.
—¿A qué se refiere?
—A que en el cartel de la puerta dice «Unidad de Cuidados Paliativos». Cómo si yo fuera tonto —da un sonoro resoplido—. Ella quiere convencerme, pero yo sé que voy a morir, igual que lo sabes tú. Eres muy valiente ¿sabes?
—No es valor Tomás, es que no me queda más remedio que aceptarlo.
—Eso es valor, hijo mío —me contesta con la voz rota—. Valor y entereza.
Al final del día, mi malestar inespecífico se concreta en unas fieras náuseas, que no me permiten ni retener el agua que bebo. Doy gracias al cielo de que Lorena esté trabajando esa tarde, y que sea ella la que esté a mi lado mientras vomito, poniendo su cálida mano en mi frente, apartando mis cabellos del rostro.
—¿Ya está? ¿Se te ha pasado?
—Creo que sí —me recuesto sobre la almohada y oigo como se aleja de mí, para tirar las bateas sucias al contenedor. Luego vuelve a mi lado y toca mi brazo con delicadeza.
—Te voy a poner un suero, con una medicación para quitarte las náuseas. Luego podrás cenar un poco si te apetece.
Aún me siento mal, pero intento contenerme. Respiro profundamente un par de veces en un intento de aclarar mi mente y acallar ese profundo malestar que me atenaza.
—Espero que haya chuletas —digo con una sonrisa.

Eso la hace reír.

V
Me han trasladado a una habitación mejor, más grande. Estoy solo y tengo una televisión que no es de pago y un sofá-cama para un acompañante. Pero solamente un tonto se alegraría de un cambio así. Esto es una mera cortesía porque me estoy muriendo.
En realidad echo de menos a Tomás. Si estuviera en mi mano, pediría que me llevaran de nuevo a mi antigua habitación, para tener con quien charlar, pero comprendo que las enfermeras quieren ahorrarle a Tomás y su familia el ver cómo me muero. No es de buena educación morirse delante de los demás.
De todas formas, agradezco la calma que la soledad me proporciona. Y por otro lado, las enfermeras entran aquí más a menudo, para administrarme calmantes, para charlar conmigo y para ver si sigo vivo. Lo que significa que paso más tiempo con Lorena.
Mi madre no ha venido en toda la semana, pero no creo que sea porque esté ocupada con el pádel. Sencillamente creo que hay cosas que ella no puede afrontar, y ver morir al hijo imperfecto, que fue una gran decepción y al que nunca ha sabido amar, debe ser una de ellas. Supongo que es difícil enfrentarse a la muerte, aunque no sea a la propia.
Así que me paso la mayor parte del tiempo solo, leyendo o escuchando música, eso siempre y cuando los calmantes estén haciendo lo que deben estar haciendo. Cuando no, me acurruco en mi cama, cierro los ojos muy fuerte y espero que todo pase, como si fuese una pesadilla de la que espero despertar tarde o temprano.
Una noche me despierto bruscamente, a causa de una intensa sensación que me embarga. Me siento desfallecer. El aire me falta y un desagradable quejido sale de mis pulmones. Siento los párpados pesados y una pesada somnolencia se apodera de mí. Me asusto un poco, ¿estaré agonizando? Busco con manos temblorosas el timbre de llamada y lo acciono con ansiedad. Oigo pasos que se acercan con rapidez. Para mi alivio, huelo a moras antes de que se abra la puerta.
—¿Qué pasa?
—Lorena —es la primera vez que la llamo por su nombre.
Oigo el monitor a mi izquierda pitar con cierta insistencia.
Ella se queda un instante en el umbral de la puerta, como paralizada.
—¡Dios mío! —exclama finalmente—. Voy a llamar al doctor.
Y se dispone a irse.
—Lorena —vuelvo a llamarla, saboreando su nombre—. Lorena ven… Lorena, por favor, no me dejes solo.
Oigo sus pasos acercándose a mí lentamente, como si estuviera asustada. Tiendo mi mano hacia ella, y la sostiene entre las suyas.
—No, Lorena, no es eso —digo con cierta impaciencia—. Déjame verte, Lorena.
Abro los párpados y la miro sin verla, con esos inútiles ojos míos, mientras levanto mi mano hacia su rostro, para leer en él. Pómulos altos, nariz estrecha, labios carnosos, ojos enormes. Creo que me he enamorado.
Una gota cae sobre mi rostro y se desliza hasta mis labios, dejándome probar el amargo sabor de las lágrimas. Mi enfermera llora por mí porque ni yo mismo puedo hacerlo. Mis ojos son inútiles hasta para eso. Oigo un pitido aún más insistente, y mi mente empieza a desvanecerse.

«Sí», pienso con mi último aliento. «Creo que me he enamorado».

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