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Chupasangre

Quizás las cosas que más daño nos hacen son aquellas que no duelen mucho, las que trabajan poco a poco y soterradamente para hacernos enloquecer. O al menos era lo que pensaba yo mientras sostenía mi arma ensangrentada.
Indudablemente, a ELLA le había dolido el golpe, y ahora, los restos marchitos de su descuidado cuerpo yacían ante mí, impávidos y orgullosos, como queriendo ser ajenos a mis actos y mis sentimientos; sin embargo, yo no podía dejar de pensar, quizás estúpidamente, que la víctima era yo.
Tardé mucho tiempo en darme cuenta de su mera presencia me hacía daño. Quizás no lo hacía adrede, quizás ni siquiera era consciente de ello, pero sus aparentemente inofensivas exigencias, cumplidas por mí con absoluta diligencia y entrega, servían tanto para salvaguardarla a ELLA como para destrozarme a mí. 
La había protegido con un empeño enfermizo de cualquier cosa que pudiera hacerle daño: la luz, la exposición, la vida… A la vez que me convertía en su baluarte, su mundo y su único alimento, sin darme cuenta de que eso me confinaba a un mundo que me alejaba de cosas que para mí eran vitales. Pensamientos de una amargada y doliente naturaleza se fueron adueñando de mi mente, royendo mi autoconfianza, mi alegría, mi cordura, embadurnándolo todo de una tristeza viscosa y densa que flotaba a mi alrededor y me ocultaba del mundo. En medio de toda esa bruma, la absoluta certeza de que ELLA se crecía gracias a mi angustia y se alimentaba con la desesperación que saboreaba en mi sangre, me dio la fuerza suficiente para enfrentarla por primera vez.
Con un movimiento brusco, descorrí los pesados cortinajes y dejé que la luz del sol inundara la estancia y disipara los últimos jirones de confusión que nublaban mi juicio. Me embebí en la luz, largamente añorada, dejando que el calor del sol entibiara mi piel hasta que sentí cómo escocía. En aquel breve, victorioso instante, saboreé lo que mi vida podría ser si no estuviese sometida al influjo de aquella criatura de la oscuridad. Sin embargo, al escuchar leves sonidos de vida tras de mí, no pude evitar sentir cierto alivio.
ELLA se retorcía en el suelo, se agitaba mientras sus marchitos miembros volvían a la parodia de vida que siempre habían representado. Por un instante, la volátil esperanza de que el mazazo recibido la persuadiría de deshacerse voluntariamente de mí, asaltó mi vapuleada consciencia, pero por la manera en la que sus exigentes garras se dirigían hacia mí, me convencí de que tal cosa jamás ocurriría.
En ese momento, confieso que pensé en huir, alejarme de ELLA y no mirar atrás, pero mientras veía cómo su cuerpo luchaba con patetismo por erguirse de nuevo en medio de sus podridos ropajes negros, deseché la idea. A pesar de todo, la quería.
Cerré los cortinajes, protegiéndola de la luz, y ELLA avanzó hacia mí, implacable. Dejé caer mi arma al suelo, y rendido, la dejé poseerme y alimentarse de mí, mientras dejaba que mi mente cayera, para siempre, en el abismo.

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